En la corriente
a Ñato
y lo que en él había de ángel
La corriente corre lenta. Arrastra tallos de plátanos, cocos y pencas secas que —flotando— describen círculos perezosos en las sucias aguas del río.
En ambas riberas, una gran cantidad de personas reunidas ven el agua pasar. Ansiosos y confundidos, murmuran en voz baja lo sucedido: Ñato, el hijo de la Melli, se ahogó esa mañana. Todos vinieron apenas se enteraron de lo que pasó.
Eran como las once —cuando el sol azota y la brisa calla, cuando el río, fresco y sabroso, es el mejor refugio contra el calor— en un remanso, al pie de inmensas palmeras. El chico y otros muchachos de su calle se bañaban a escondidas.
Más de una vez los labios resecos de su padre, curtidos por el mar y por el monte, pronunciaron la sabia advertencia.
—En invierno el río es traicionero, mijo. Espérese a que sea de verano. No busque tentación...
Pero ese día el calor y el cansancio fueron más fuertes. Las aguas turbias y profundas del río crecido eran el escenario de sus juegos, nadando y salpicando, de aquí para allá y de allá para acá. Sus risas vibraban entre las cañazas y los maizales. Y en un instante, tras un súbito ajetreo de brazos y espuma, el muchacho se pierde bajo el agua sucia del río invernal, para no salir con vida nunca más.
Inmediatamente, la noticia corrió por el pueblo, de modo que, al cabo de unas horas, las huertas y los sembrados se vieron repletos de gente. Parientes, amigos, mirones y voluntarios para la búsqueda del cuerpo, se dieron cita en el lugar.
***
Hace calor. Las mujeres se abanican para refrescarse; unas, bajo frondosos mangos, consolando a la madre temblorosa, enrojecida y ronca de tanto llorar; otras, paseándose entre la maleza de los barrancos, mirando, inquisidoras, las márgenes del río.
Sus ojos angustiados se pierden bajo las aguas, sus miradas se enredan en los pajonales, en las sombras y los claros, hasta esfumarse tras las curvas del río.
Hombres jóvenes, valientes, se sumergen por instantes en las turbias profundidades del remanso con unas cuantas bocanadas de aire en sus pulmones. Bucean ágilmente, palpando sobre el lodo y entre las peñas, en una búsqueda desesperada e inútil. Otros han recorrido el río de arriba a abajo, hasta mucho más allá del puente. Han revisado entre los troncos y los herbazales, pero no han visto nada.
La tarde pasa lenta. Los ánimos declinan. Una a una, las personas abandonan el lugar. Tan solo unos pocos siguen escrutando, con ojos cansados, la corriente adormecida. Al caer la noche, un nuevo grupo de personas, con focos y guarichas, llegan al sitio. Improvisan un fogón en los palmares y preparan café. Saben que la noche será larga.
***
Nada. A pesar de los grandes esfuerzos, no hay ni una señal del cadáver.
Toda la noche, hombres y mujeres se turnaron con focos, para ver si el cuerpo salía. Se buscó con ganchos y con palos, y no faltó uno que otro aventurero que se arriesgara a bucear en la oscuridad, en busca del muchacho. Pero no se halló nada.
Ni aun la milagrosa vela de la Candelaria, flotando sobre una batea corriente abajo, pudo dar con el punto donde el cuerpo había quedado.
Con las primeras luces del alba, un gran número de personas relevaron a los desvelados. Colocaron varios trasmallos, por si la corriente arrastraba el cuerpo. Recorrieron todo el río en bote, aun más allá de la represa, hasta los tupidos manglares. Muchos más hombres buscaron en el fondo del remanso, con necia perseverancia. Mas todo fue en vano. El río se lo tragó y ahora, temeroso, esconde su cuerpo muerto.
—Tenei que llamalo, Melli. Si lo llamai, él sale diuna ve.
Una angustiosa sensación de impotencia se hace sentir. La fuerza los abandona. Sus esperanzas se extinguen. La posibilidad de encontrar el cuerpo parece cada vez más lejana.
—Llamalo, Melli. Si la mama lo llama, él solito sale.
La mujer es llanto. Su corazón ha sufrido demasiado, pero debe intentarlo por todos los medios. Su voz estremece a los presentes.
—¡Ñato, papa mío! Salí, que tu mama te quiere ver. Así como Dios te tenga, asina te quiero. Ven, Ñato, dejá que tu mama te vea. Lindo mío, no me dejéi esperando.
Silencio. La ansiedad recorre los barrancos. Una esperanza chiquita palpita con los corazones.
Pasa un rato. Hay dudas, desconcierto, rumores crecientes.
De pronto, el silencio se rasga.
—¡Miren allá!
Cerca de la orilla, un bulto redondo, negro y pequeño sobresale sobre el agua. La madre reconoce los cabellos despeinados: un dolor inmenso, punzante, se le incrusta en el alma. La mujer se desgaja en llanto.
Minutos después, tras grandes esfuerzos, lograron entre varios sacar del agua el cuerpo, desnudo e hinchado, sangrante por nariz y boca. Con paso lento, el padre regresa a casa con el hijo muerto en brazos, seguido de la madre y la multitud, por el largo camino de tierra.
Atrás, más allá de los palmares, queda el río solitario, invariable, impasible.
La muerte crece en sus entrañas.
Roberto Pérez-Franco
1993