Cuando florece el macano
Al fin había terminado. Rápidamente se colocó la canasta sobre la cabeza, se dio media vuelta y se fue, dejando atrás a la vieja Cata, la cual, entre marañas de espuma y pilas de ropa empapada, seguía lavando en el río.
Magalis había sido extraordinariamente rápida hoy, como si tuviera algo muy importante que hacer. La señora estaba intrigada, su instinto le decía que algo se traía la muchacha entre manos. Pero ocultó su curiosidad tras el manto de su cautela, y la vio alejarse en silencio, subir el barranco y perderse en la vereda.
- ¡Qué vaina! Es por gusto. Ojalá que no le pase ná'. Si me hiciera caso, si se dejara de hacer esas vainas que hace. ¡Como si tó' fuera juego! Le va a pasá una vaina por pendeja.
La vieja baja la cabeza, se aparta de la cara un mechón de pelo y frota vigorosamente la ropa sobre un madero.
El sol inclemente del mediodía da paso a una brisilla fresca de verano que desgaja susurros de los árboles y barre los polvorientos caminos.
La muchacha camina ansiosa, arde en su alma el deseo de practicar lo prohibido, de conocer lo oculto, de develar los secretos que hay tras el bien y el mal. Lleva entre su ropa el papel que 'ña Lucrecia le diera esa mañana en el pueblo, lo que ella tanto había esperado, el reto mayor. La doña tan sólo le dijo que lo usara con cuidado y que no le dijera a nadie de dónde lo había sacado.
Por fin podría obtener todo lo que quisiera, todo lo que se le antojase, hasta sus más mínimos deseos. Una amplia sonrisa se dibuja en su rostro. Acelera el paso. El corazón le danza en el pecho arrastrado de un lado a otro por sus ilusiones, su mente se pasea por el universo de posibilidades que divisa en su futuro.
Sus pies descalzos se tiñen de rojo y el polvo que levantan se le enreda entre su falda. A su paso, unos cuantos ancianos, que descansan en sus taburetes reclinados sobre las puertas, la siguen con la vista. Conversan entre ellos. Saben lo que la muchacha hace y no les gusta para nada. La vida les ha enseñado que hay cosas que se deben respetar, cosas con las que no se puede jugar. Sus profundos y grises ojos han visto muchas cosas malas, inexplicables. Sus canas nos hablan de tiempos lejanos, de cuando la luz eléctrica aún no inundaba las noches, de cuando, al caer el sol, se liberaban miles de espantos que rondaban entre las sombras, cuando el viento era silampa y los capachos, tepesas. Sus corazones frágiles recuerdan el respeto y el terror que sintieron siempre hacia lo misterioso. En sus mentes se confunden los espantos y las santerías, formando un todo oscuro y peligroso para ellos. Pero no para ella...
Desde pequeña, cuando a la luz de una guaricha, en la casa de quincha de su mamá Doña Chela se reunían todos los muchachos de los alrededores a escuchar los cuentos que Chela y Cata contaban, cuando de sus labios brotaban inagotables historias de muertos, espantos, apariciones y brujerías, Magalis era la única que se reía de ellas, pues los demás chiquillos, con los ojos abiertos y los corazones acelerados, se estremecían con cada pequeño ruido, hasta con el de una hoja que el viento moviera. Ella no temía quedarse de noche sola en la orilla del río, a pesar de lo que su madre pudiera decirle, pues para la niña la tepesa no era más que un invento de la gente.
Los duendes, brujas y chivatos corrían la misma suerte, pues con su espíritu rebelde, Magalis los invocaba en medio de la noche, los llamaba con toda la fuerza de sus pulmones, los invitaba a aparecer, pero nunca pudo verlos. Por eso se burlaba de sus amigos y, de vez en cuando, se escondía entre los matorrales y cuando veía pasar a alguno de los que vivían con ella por el río, les saltaba encima aullando como loca. Y entre las risas de ella y las maldiciones de su víctima, crecía su escepticismo día con día.
Más de una vez arrancó plegarias de las bocas de sus vecinos, por dejar platos con ceniza y guayabas para atraer a la tulivieja a la puerta de su casa, o por bañarse de noche en el río, el lugar favorito de las abusiones. Ella quería demostrar que todas esas cosas eran tonterías, cuentos sin sentido que no deberían preocupar a nadie.
Como para ella, al igual que para el resto de esta gente, todo lo que encierra en sí algo inexplicable o misterioso es envuelto en el velo de lo prohibido, no dejaba de sentir cierto placer al romper este velo y mostrar a todos que ella no teme al mal que tanto terror causa en los demás.
o - O - o
Una cosa siguió a la otra. Nadie sabe cuándo ni cómo, pero un temor pequeñito brotó en ella, una repentina toma de conciencia, un súbito escalofrío se apoderó de su valor y la hizo cambiar su forma de ser. Hace unos meses que Magalis dejó de ser la muchacha burlona e incrédula. Algunos dicen que le salió el chivato, otros alegan que fueron duendes que se la querían llevar.
Lo cierto es que el desconcierto no se hizo esperar esa noche, cuando se escuchó un espantoso grito en el río. Segundos después llegaba Magalis a su casa, aterrada, desnuda, bañada en sudor y en llanto, y balbuceando agitada, entre el murmullo de los vecinos que la rodeaban.
- ¡Lo vi, lo vi! ¡Casitito y me lleva, carajo!
Pero el tiempo pasó y el suceso quedó en el olvido.
Tan sólo ella nunca lo olvidó. A su enorme confusión de los días siguientes le siguió una creciente obsesión por cubrirse de amuletos y otros objetos que la pudieran proteger contra posibles males y embrujos.
Poco a poco fue entrando en el mundo de la santería, de las limpiezas de espíritu y todo lo que dichas cosas traen consigo. Fue entonces cuando conoció a Doña Lucrecia. La doña tenía fama en el pueblo por hacer trabajos de santería para aquéllos que la necesitaran. Magalis aprendió de ella algunas cosas y, al tiempo de conocerla, le habló de lo que le sucedió esa noche en el río. Le contó lo que vio y la vieja Lucrecia le dijo:
- Te está buscando, Magalis, y te va a encontrar. Es mejor que tú lo llames antes de que él te halle.
Y desde que la vieja le dio el papel esa mañana, difícilmente pudo ocultar su ansiedad por leerlo y ponerlo en práctica. Siente esa misma alegría que sentía de niña al asustar a sus amigos; el placer de ver el misterio desvanecerse ante sus ojos y comprobar que más allá no hay nada.
Sólo que, en esta ocasión, sí hay algo, algo muy grande y poderoso. Por eso su sangre le arde en las venas y aguarda ansiosa el momento en que, al fin, el poder sea suyo, sólo suyo.
o - O - o
Anochece. El sol furtivo corre tras los montes, arrastrando su manto rojo, naranja y violeta. Los cerros se esfuman y dejan su vacía y negra silueta bajo el cielo en llamas, mientras que, al otro lado, entre el negro creciente de la noche, se asoma tímidamente la luna encendida como una concha de nácar, sobre el paisaje de tejas y árboles del pueblo lejano, y sigilosa se eleva en el cielo.
Miel de luna, espléndida y celeste, que goteando poco a poco con su brillo de plata, corre por las paredes del negro cielo y escurre hasta la tierra; baña las nubes, los árboles frondosos, los ríos y los caminos, endulzando, generosa, la simpleza de la noche.
La noche sueña fresca y callada, arrullada por el interminable cantar de los grillos y el casi imperceptible murmullo de las aguas del río, y mecida por la brisa que corre juguetona entre montes y llanos, llevando consigo olores de jazmín y de cananga, envueltos en los sueños y las esperanzas de la gente que trabaja esta tierra.
Indiferentes, como la brisa, corren lentas las horas.
Magalis, tendida sobre su catre, mira cómo la luna llena, espléndida como un sol se cuela entre las tejas de su casa y cómo lentamente se encumbra en el cielo.
Siente miedo. Ya no es tan fuerte como antes. Quizás sólo es menos tonta. ¿O será más tonta? Su alma se estremece como la llama de una vela, en la que arden sus pasiones mientras se consume su razón. Por momentos quisiera olvidarlo todo, pero una extraña fuerza interna la impulsa a seguir adelante, esa misma fuerza que toda su vida la había arrastrado por los campos de lo prohibido, por los oscuros abismos del temor y que la había hecho salir siempre airosa.
Pero ahora estaba frente a algo mucho más grande, demasiado grande para ella, pero al alcance de su mano, tan cerca de ella como aquella noche en el río. Eso sí que estuvo cerca. ¡Demasiado cerca!...
Ahora lo recuerda. La noche poblada de estrellas, el río fresco y torrentoso, el agua deslizándose sobre su piel, y la reconfortante sensación de separarse del resto de los mortales, la serenidad y ese inmensamente cautivante y sedante éxtasis que produce la unión con la naturaleza.
- ¡De aquí no me saca ni el diablo mismo que venga!
Y como si fuera ésta la gota que desbordara el vaso o el llamado que desbocase toda la furia del mal, lentamente, y con la fuerza creciente de un volcán en erupción, se revuelven las aguas y se desata el viento, arrastrándola con fuerza río abajo, donde una luz roja, intensa y humeante palpita sobre las aguas.
La verdad es que se salvó de milagrito. Todavía ahora se le acelera el corazón cuando lo recuerda. Sino es porque se agarró bien fuerte de las raíces desnudas de un árbol de mango se la hubiera llevado el diablo.
Por eso es que ahora le da miedo llamarlo, aunque 'ña Lucrecia le dijo que no había que temer si se le invocaba bien. Pero ¿si no es verdad, si se la lleva? Bueno, tiene que arriesgarse.
Rápida, pero silenciosamente busca el papel que esa mañana le dieron, y caminando en puntillas sale de su casa. Con una linterna alumbra el arrugado y casi ilegible papel, tratando de descifrar su contenido.
- Vamos a ver... "Yo te invoco, espíritu infernal. Reclamo tu presencia, ven a mí. Escucha mi petición y concédeme lo que te pido. Recibe mi futuro y dame otro presente. Ven a mí."
Un fugaz escalofrío le recorre el cuerpo. Traga fuerte. Recuerda a la vieja esa mañana, sus consejos y sus advertencias. "Al borde del río", le dijo. Bueno, eso no será muy difícil, aunque a ella le da un poco de miedo desde esa noche. "Sin ropa, porque las costuras en cruz lo ahuyentan", con razón se le apareció esa noche, como estaba en cuera. "¿Qué más? ¡Ah, sí!, a la media noche, con luna llena". Este es el momento, no hay tiempo que perder.
Con pasos menudos y mirando nerviosamente en todas direcciones camina hasta alcanzar el borde del río. La noche es profunda y clara, trae en la brisa el olor a monte y la frescura del sereno.
Se desnuda. La noche dibuja en su cuerpo sudoroso destellos de luna, dejando adivinar su delicado contorno. Avanza lentamente hasta sumergir sus polvorientos pies en el río. Una leve sonrisa aparece en su semblante. Quizás piensa en la cara que pondría su madre o en la cantidad de cruces que se haría la vieja Cata si la vieran. Seguro le gritarían: "¿Qué es lo que tú te has creído?" o le bajarían todos los santos del cielo. Tal vez se imagina lo ridículo que les parecería a sus amigos lo que está haciendo, desnuda a media noche en el río, a punto de vender su vida. O en lo decepcionado que se sentiría el Padre Conde si se enterase. Eso es lo último que él se esperaría de una de esas inocentes criaturitas que en sus manos escurrieron agua bendita sobre la pila del bautismo, o recibieron la comunión en alguna de sus misas o novenas.
Un grupo de blancos revoloteos de luz coronan sus pisadas sobre el reflejo de la luna. Sigue avanzando. El agua fría poco a poco va cubriéndola, envolviéndola, embriagándola. El momento ha llegado.
Eleva en su mano el papel, y se hunde por un instante en las refrescantes aguas del río.
La brisa le hace sentir un frío increíble, que surge desde los huesos y le hiela la sangre, su cabeza palpita por dentro, su respiración se entrecorta, y de su boca brota el llamado fuerte y penetrante.
- ¡Yo te invoco, espíritu infernal!...
El corazón le salta en el pecho con tanta fuerza que su voz se le atraganta en la garganta, su respiración se hace honda y ansiosa.
- Vamos, debo hacerlo, tengo que hacerlo. -y otra vez su voz se eleva más allá de los barrancos: - ¡Reclamo tu presencia, ven a mí. Escucha mi petición y concédeme lo que te pido. Recibe mi futuro y dame otro presente! ¡Ven a mí!
Su eco se pierde entre las palmeras y el mismo inmenso silencio que reinó minutos antes, volvió a invadir el lugar. Magalis busca ansiosa entre las sombras la respuesta a su llamado, pero la quietud del cuadro nocturno es rota únicamente por las pencas ondeantes de las altas palmeras del borde del río.
Inútilmente, contiene la respiración unos instantes mientras intenta descubrir entre los ruidos de la noche algo que delate la presencia del demonio.
Nada. Tan sólo el murmullo de las aguas, el eterno canto de los grillos y el suspiro de la brisa entre las hojas.
Confundida por los resultados de su conjuro, o por la falta de ellos, menea la cabeza como tratando de entender lo que pasa. Ella hizo todo lo que le dijo Lucrecia. Quizás no gritó lo suficientemente fuerte.
- ¡Ven a mí!
El grito ensordecedor hace vibrar los barrancos y se pierde tras los sembrados de sandías y melones. Pero como si la noche se tragara inevitablemente su voz, el mismo silencio impenetrable la envuelve por completo. Se siente sola, inmensamente sola.
Por un instante se contempla a ella misma. Puede ver cómo ante sus ojos se desvanecen las ilusiones de su futuro, los sueños que en su corazón había sembrado se marchitan velozmente. Se siente engañada. En su mente aparece la imagen de Lucrecia, con sus dientes negros y su cara achurrada, riéndose de ella; la de su madre, la de Cata, la de sus vecinos, y hasta la del mismo diablo, burlándose de ella, ¡de ella! cuando es ella la que se debe reír de ellos, pues ellos son los tontos, los que viven temerosos. Un gran odio se agiganta en su pecho.
- ¿Qué, no vas a aparecer, maldito? ¡Pues no te burlarás de mí!
Maldito diablo. ¿Cómo se atreve a dejarla plantada, esperándolo? Se aparece cuando no lo llaman, y cuando lo llaman no llega. Eso es insoportable. ¡Nadie se burla de ella! Que se quede con su poder si quiere, pues ella no lo necesita.
Enfurecida sale del agua, y se viste apresuradamente.
- ¡Por mí, púdrete con todo y tu infierno, desgraciado!...
Y mientras corría llorando de rabia hacia su casa, la luna continuaba, serena e ignorada, su viaje por el cielo.
o - O - o
Ella lo siente. Ahí, al borde del río. El agua fresca, el río verde como guarapo, la brisa alegre y juguetona, los mangos, las palmeras y el cielo puro y azul. Y el sol fulminante del verano. Ese es el problema, el sol. No puede ser de día. Debe ser de noche. Pero ella lo siente, lo ve, lo respira, lo desea.
El momento ha llegado.
Súbitamente el sol se transforma en luna, el día en noche, y el mundo entero calla. Un impenetrable silencio envuelve el lugar. Y ella, desnuda en la desnudez de la noche, serena con la serenidad de la luna y altiva en la altivez de las estrellas, eleva sus manos en el aire.
- ¡Ven a mí!
Y tras su voz que recorre de canto a canto el cielo, en respuesta inmediata a su llamado, se estremece la tierra, se nubla el cielo y de las aguas hirvientes del río, entre vapores, destellos y llamaradas, surge él, enorme, majestuoso, pero temible y poderoso, tal como ella lo imaginó.
Ella le teme, es cierto, pero es más su curiosidad. Quiere verlo de cerca, conocer esa figura enigmática que vive en las tinieblas y que es tan temido por su gente. Después de todo ella lo llamó, y de ahora en adelante lo tendrá siempre cerca, así que debe acostumbrarse.
Paso a paso va acortando la distancia que los separa. Ahora lo ve mejor. No parece tan malo, y no es nada feo. Es más bien guapetón. Y con un aire de gran señor que impone respeto.
Ya estaba ella acercándose demasiado cuando él, con su voz de trueno, le dice:
- ¿Me querías?, ahora me tienes. Te otorgo mi poder. Podrás controlar el bien y el mal a tu gusto. Pero un día vendré por ti. Cuando el macano florezca te buscaré y te llevaré conmigo, para siempre.
El demonio lanza una carcajada tan espantosa que la muchacha, aterrada, intenta huir. Pero es muy tarde ya. Está paralizada. Siente cómo se eleva en el aire, arrastrada con fuerza hacia él. Lucha desesperadamente por bajar, por agarrarse de algo, de lo que sea, grita, patea, llora, pero todo es inútil. Está completamente a su merced.
Pero justo cuando cree que es su último instante de vida, él, inexplicablemente la toma por los hombros y la sacude violentamente.
- ¡Qué es lo que te pasa! ¡Despierta!
- ¡Suéltame, animal infeliz!
- ¡Que despiertes, muchacha!
La pobre abre tímidamente los ojos y contempla, asombrada, la cara redonda de su madre, quien asustada, le grita que despierte.
- ¡Me vas a matar de un susto, Magalis!
Pero ella no contesta. No tiene palabras. Y mientras respira agitadamente, siente cómo el corazón da tumbos en su pecho y cómo lentamente le vuelve el alma al cuerpo.
Sudorosa y aún sin palabras, se abraza fuertemente a su madre, que la mira con esa expresión de cariño infinito que sólo las madres son capaces de dar.
o - O - o
Amanece. El sol, poco a poco, se asoma entre los tejados y calienta suavemente el aire fresco de la mañana.
Rumores de gente que despierta; de puertas que rechinando y crujiendo, se abren de par en par; repicar de campanas sonoras, lejanas; olores a café, a yuca sancochada, a guiso con carne y a tortilla changa; sensaciones que ruedan por las aceras y que, inundando las calles, bautizan el nuevo día y dan vida al solitario paisaje.
Vendedores arrastran sus carretillas repletas de verduras, frutas y carnes, y anuncian, gritando, sus mercancías.
- ¡Sí hay tomate, papas, cebollas. Sí hay!
- ¡Pescao, pescao!
- ¡Yuca, a cinco reales la yuca!
Magalis camina alegre por el pueblo, joven, galana y hermosa, con una cinta roja que le recoge en una trenza su cabellera negra, y con su rostro radiante como el sol.
-¡Pargo rojo fresco!
-¡Huevos, a dolar la docena!
-¡Caaamarone, camaroneee!...
Se desliza entre la gente y los vendedores, que la miran de reojo con una extraña combinación de respeto, temor y deseo. Recorre los puestos y las fondas mirando, tocando y comprando a veces una libra de ésto o dos paquetitos de aquello, y uno que otro pedazo de lotería. Pero siempre sonriente, así como sonríen los pájaros al cielo o la luna a la noche.
- ¡Bollo chango. A cuara los bollos!
- ¿A cómo vende los tomates?
- Son a ocho reales la libra, linda.
Cerca de allí, en un limpio de un patio, unos niños juegan con trompos.
- ¡A que te lo bailo en la mano!
El niño lanza, con un latigazo de su mano, el trompo por el aire. El trompo, girando como un torno, vuela por un instante y cae sobre la mano del chiquillo, que lo balancea y lo pasea frente a sus amigos. Sus carcajadas se esparcen por el patio.
Pero uno de los niños calla súbitamente: Magalis está pasando frente a ellos. Y aunque ella ni siquiera cambia su paso, los niños no se atreven ni a parpadear.
Son bien conocidas por ellos las historias -falsas, por supuesto- de los muchos niños que han sido devorados por ella. Y aunque a ellos, en lo personal, no les parece muy feroz, prefieren no tomarse ningún riesgo, creyendo a pie juntillas los fantásticos relatos que sus mamás les cuentan con el único y oculto propósito de que sus hijos, temiendo ser acusados de mal portados ante la "devora-niños", les obedezcan.
Pero no había la muchacha doblado la esquina aún, cuando, sonriendo pícaramente, comenzaron a seguirla en silencio.
Mientras, la hermosa joven regresa a su casa, cargada de cartuchos con comida y víveres. Desde hace mucho tiempo no le hace falta nada, pues el dinero y la suerte parecen acompañarla.
La vida le sonríe. Por ejemplo, Manolito. Ese muchacho que siempre le gustó, pero que nunca se interesó en ella, ahora lo tiene rendido a sus pies. Además, ganarse la lotería con los cuatro números y la curación del reumatismo de su mamá, todo en menos de dos meses, le valió una fama tal que sería la envidia de muchos políticos.
Y como en todos los pueblos pequeños, la noticia voló como el viento: Magalis, la hija de Chela, tiene poderes. Muchos dicen que es bruja; otros, más sensatos, creen que los extraños sucesos se deben a una rara sucesión de casualidades. Pero de lo que no cabe duda es de que hay algo misterioso en esa muchacha.
Sea como sea, en unas cuantas semanas tenía una reputación tal, que desde pueblos lejanos venían las personas a visitarla, para pedirle que les hiciera algún trabajo o curación. Amores imposibles, matrimonios rotos, niños epilépticos, vacas enfermas, odios y peleas familiares, todo pasaba por sus manos, y al menos a casi todo, le daba solución.
Magalis, en verdad, no hacía nada. Después de oir el problema, decía con voz solemne: "Deje todo en mis manos", y luego les cobraba la visita. Al irse la persona se olvidaba del asunto y ¡problema resuelto!. Ella nunca se enteró de si funcionaban sus "trabajos" o no, pero, a juzgar por el número cada vez más grande de sus consultantes, debían dar muy buen resultado.
Así fue como ella misma comprobó que sus poderes no eran rumores, ni mucho menos producto de un sueño, sino que eran reales, y muy fuertes. Lo que también significaba que, debido al pacto, ella tendría que entregar su alma al demonio cuando, al florecer el macano que está al lado de su casa, éste viniera a cobrarle todo lo que por ella hizo.
Pero ese día está muy lejos aún, piensa ella. Ese viejo macano hace años que no florece, ¿por qué habría de hacerlo ahora? Además, el macano no florece sino de noviembre a enero, y ya estamos en febrero. Se siente confiada. Sonríe levemente. Sus pies dejan huellas en el rojo camino de tierra suelta.
Varios metros más atrás, agachados tras un pajonal, los niños discuten en voz baja.
- ¡Yo me quiero ir! Esa bruja nos va a coger y nos come vivos.
- ¡Shhhh! No seas tan flojo, carajo. ¿No dices que eres hombre macho? Vamos a ver qué tan bruja es.
Así, a ratos agachados tras la hierba, a ratos corriendo con sigilo, la siguen hasta llegar cerca de su casa. Pero al verla detenerse de pronto, de un salto se esconden detrás de un árbol. Era un árbol de tronco áspero, de retorcidos ramajes forrados por infinidad de menudas flores de un color amarillo intenso, ondeando al viento. Era un macano.
o - O - o
Una flor, una pequeña flor amarilla de suaves pétalos sin fragancia. Una flor que, agitada por la brisa, se desprende de su tallo, y cae lentamente girando, hasta atravesar la mirada de la joven.
Magalis ve la pequeña flor caer a sus pies. Está paralizada. Un leve escalofrío le sube por la espalda, erizando sus cabellos. No quiere mirar atrás. Le aterra lo que pudiera ver. Pero, lentamente, gira su rostro hasta ver de reojo la enorme figura amarilla del árbol de macano, que como vicario del más allá, le anuncia el momento de su muerte.
Un terror inmenso se apodera de ella. Gritando espantosamente se deja caer de rodillas en el suelo, y, mientras sus compras ruedan camino abajo, los dos niños aterrados, llorando y gritando, huyen a toda prisa por el polvoriento camino.
La muchacha, enloquecida, presa del pánico y de la desesperación, llora a gritos en el suelo. En ese momento no puede ver más que angustia y muerte arrojándola a un abismo de donde nunca saldrá.
Pero aún no está perdida. Ella sabe que Dios todo lo perdona y todo lo puede. Así que, levantándose rápidamente, sale corriendo hacia el pueblo. Allí, en la iglesia, encontrará protección contra el demonio. Él no se atreverá a entrar en la casa de Dios.
Magalis corre sin detenerse ni un momento. Sus pies descalzos sangran por las piedras del camino. Corre como un animal, respirando agitadamente, como si cada respiro fuera el último. Varias veces cae, golpeándose fuertemente, pero parece que el miedo la ha embrutecido: no hay en su mente otro pensamiento que no sea llegar a toda costa.
Sudada, ensangrentada y con la ropa hecha jirones -pero con la fuerza que proporciona el instinto de la propia conservación- llega al pueblo y corre por las calles ardientes con los pies en carne viva. Pero ahora no debe detenerse.
Algunas viejas beatas que la ven pasar se persignan asustadas ante semejante espectáculo. Ahora, después de correr por más de media hora bajo el sol implacable, herida y exhausta, se desploma estrepitosamente, a menos de dos cuadras del templo. Está muy cerca, demasiado cerca para no seguir, así que, con un esfuerzo sobrehumano consigue levantarse y avanzar penosamente.
Al cabo de unos angustiosos minutos, por fin está frente a la iglesia, con sus torres altas, sus tejas enmohecidas y sus puertas abiertas de par en par, invitándola a entrar, a encontrar el perdón divino y la calma para su tormento.
Nuevamente cae, estrellando su rostro contra el asfalto hirviente de la calle. Eleva lentamente su cara enrojecida y balbuce tenuemente.
- Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre...
Estira la mano y alcanza apoyarse en el primer escalón y, arrastrándose, se impulsa lentamente.
- ...venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo...
Siente un dolor punzante en el pecho, como si un puñal le atravesara el corazón de lado a lado. Estira su otro brazo, pero el dolor se hace más intenso, y, por un momento, vuelve a rozar tierra.
- ...danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden...
Intenta ganar el último escalón, se arrastra poco a poco, dejando una estela de lodo y sangre tras de sí. Su cuerpo está destrozado; su mente, atormentada; su alma, pendiendo de un hilo.
- ...no nos dejes caer en la tentación...
Un poco más y habrá llegado.
Su mano temblorosa se alarga hasta el último escalón, pero su corazón se comprime nuevamente y el dolor se hace insoportable, y ella se retuerce sobre la escalera, quejándose lastimeramente.
- ...mas líbranos del mal...
Así - en medio del estertor de su respiración, del sangrar de su cuerpo y el llanto de su alma - la muerte la envuelve y le arrebata un lamento largo y hondo, que se confunde con su eco en las profundidades de la iglesia.
La brisa sopla y, barriendo las calles, se eleva en un torbellino de polvo y hojarasca, que envuelve el cuerpo deforme, y se pierde por el callejón.
Esa mañana, en la misa, nadie supo qué era ese gran charco rojo que estaba en la entrada de la iglesia. Unos dicen que es cosa de brujas, otros dicen que fue el chivato.
Nadie volvió a ver el cuerpo muerto de Magalis.
o - O - o
Junto al río, las palmeras bailan con el viento y los susurros de la noche.
Se perdió Magalis. Nadie sabe qué le pasó: dicen que se la llevó el diablo.
Ahora, la vieja Cata cuenta a sus nietos la historia de la muchachita rebelde que no temía a la noche. Y, a la luz de la guaricha, la fragancia de la leyenda envuelve el lugar.
Roberto Pérez-Franco
1993