Adiós, amigo mío
Una suave brisa refresca el ambiente caluroso del verano, bajo el amplio cielo, desbordante de luz. Bajo el tupido ramaje de un viejo y retorcido mango, sumergidos en el más sagrado silencio, los dos amigos se contemplan mutuamente. Inmóviles, se miran largo rato, pues los envuelve el abismal dolor de la despedida, ese dolor que los carcome por dentro, que extingue toda alegría y que ahoga las esperanzas de volverse a ver. Ambos lo sienten, ambos lo saben. Por eso se miran tan callados, pues la pena los tortura y los consume poco a poco.
El muchacho siente cómo el dolor se le enrosca en el alma, cómo le aprieta el corazón hasta sofocarlo entre los anillos de la angustia que los invade. Momentáneamente la voz pausada de su madre lo hace reaccionar.
- Hay que matarlo, hijo. Hay que matarlo.
El joven se estremece. Él ya había visto a la muerte acercarse lentamente a su amigo, acechándolo, como una fiera acecha a su presa. Él sabe que no hay más solución para su angustia que la muerte, pero matarlo sería como matarse él un poco, como si muriera un trozo de sí o como si se esfumara una parte de su alma.
- Mira cómo se queja, como sufre el pobrecito. No agrandes su pena, mátalo, hijo, mátalo. Así descansará.
El pobre lo mira con sus ojitos claros y brillantes, cargados de lágrimas y de esa angustia dolorosa que trae consigo la muerte. ¿Cómo podría matarlo? ¿Cómo, si él es su amigo, su compañero? ¿Cuántos momentos compartieron juntos! ¡Tantos días alegres! Siempre juntos, como enamorados, adonde iba uno, iba el otro.
Ahora recuerda cuando muy de mañanita, bañados los pies en rocío y vigilados por el cielo aún estrellado, salían a cazar iguanas; a recorrer los potreros y el borde del río, asomándose entre las ramas y estremeciendo los mata palos. O cuando, huyendo del calor, se tiraban desde los barrancos para sumergirse en las profundas y frescas aguas del río con una explosión de gotas y espuma. Luego se robarían las sandías del señor Arnulfo o las pipas de la huerta del viejo Toña. Al que no corría duro lo agarraban. Y luego, sentados a la sombra del árbol de mango más grande que hubiera, disfrutaban aquellos refrescantes frutos, con los cuales la naturaleza premia el ingenio de los más berracos. ¡Esos sí que fueron buenos tiempos!...
Pero todo eso luce tan lejano ahora. Para él su perro es más que un compañero, es un hermano. ¿Cómo poder matarlo? Pero no hacerlo, sería permitir que la muerte lo devorase poco a poco, que lo torturase a su gusto, hasta extinguir en él su último hilito de vida. A él, a su querido amigo, que días antes se defendió como un valiente contra dos perros enfurecidos que lo atacaron, que no les dio tregua hasta quedar casi muerto, bañado en la sangre de sus enemigos y en la propia, por defender su territorio. ¿Cómo podría matarlo?
El chico se confunde, su mente se nubla, las emociones se arremolinan en su alma, como un huracán que arrasa con furia todo lo que halla a su paso, y, por más que trata de contenerse, rompe a llorar. Las palabras de su madre retumban en su mente.
- ¡Mátalo, hijo, mátalo!
La vida de su amigo no está en sus manos, pero sí lo está el medio para menguar su agonía. Y tomó la decisión que le dictó su conciencia.
Lo mató.
o - O - o
Noche de verano, espléndida y fresca, fragante a jazmín y a rocío. Los sueños se estremecen arrullados por la brisa. La luna casi llena, diáfana y serena, se levanta lentamente sobre el horizonte, y las estrellas grácilmente palidecen ante su presencia. Su luz dibuja blancas figuras a lo lejos, mientras las nubes caprichosas juguetean en las profundidades del cielo.
Entre el rumor de la brisa y el murmullo de las aguas, dos amigos se pasean por el borde del río. Y dice la gente que en las noches de verano, bajo la luz de la luna llena, se escucha un aullido; es el recuerdo agradecido de un amigo que se fue.
Roberto Pérez-Franco
1993
La Heroica Villa de Los Santos, 12 de enero de 1993