Al ponerse el sol

Carlos sale corriendo. El llano cubierto de hierba parece una alfombra de espigas chocolates extendida a los pies del imponente cerro San Agustín. Al llegar a la falda, asciende con la agilidad del que conoce y rápidamente gana la cima.

Ese es su lugar favorito. Desde allí divisa todas las casas del pueblo, la vetusta torre de la iglesia santeña y todas las demás construcciones que, como figurillas de cerámica de un nacimiento, cubren la tierra seca y plana de la península de Azuero. Y a lo lejos se ve el mar, ese mar azul e infinito que se convierte en cielo más allá del horizonte.

La fresca brisa del verano estremece la hierba en oleadas que revientan sobre su rostro sudoroso, al compás del monorrítmico redoblar de las campanas. La iglesia está llamando a sus hijos a celebrar la última misa del año. Es el 31 de diciembre del año 1991.

Ya se acuesta el moribundo sol bajo el polvoriento horizonte, tiñendo de oro el espacio mientras su ambarina sangre se escurre entre nubes y cerros para ir a estancarse en los ojos de Carlos que mira embelesado. Recuerda la gloria y el poder del sol que, hace unas horas, lamía ardiente la tierra, pero que ahora, débil y viejo, ni siquiera hiere la vista. Pero aún después de que el dorado disco se sumergiera por completo en el lejano y oscuro horizonte, su luz sigue presente como enredada en esta ingente tierra.

Carlos, tumbado sobre la reseca hierba, recuerda a su abuelo. Recuerda los gratos momentos que pasó con él, sus consejos cariñosos, su inagotable energía y su vitalidad, que junto con su experiencia y carisma, hicieron de él el sol de su pueblo, el sol que alumbra todos los caminos. También recuerda cuando la familia y los amigos celebraban la noche de Año Nuevo con una fiesta en la casa del abuelo, compartiendo la alegría de verse todos reunidos otra vez.

Pero luego aflora en su mente el recuerdo de otra noche de Año Nuevo, dos años antes, cuando reunidos en la misma casa por última vez con sus amigos, estaba el abuelo tendido dentro de un frío ataúd, rodeado de cirios y velas, viejas y rosarios, llanto y angustia, luto y dolor.

Esa noche no hubo alegrías para nadie, tan sólo el punzante dolor de la gran pérdida sufrida.

Sus amigos lo recuerdan radiante y alegre, tan vivo y brillante, más que la llama de la vela que alumbraba al viejo crucifijo. Mas también la hipocresía, como mariposa 'apagavela' revoloteaba sobre el cuerpo inerte del gran hombre, tratando inútilmente de opacar el dulce recuerdo que, como marca en acero se arraiga en la mente de los que lo conocieron.

Pero esa luz seguirá brillando en el corazón de los que de verdad lo quisieron, y seguirá alumbrando caminos, entrelazada con el recuerdo de su vida dedicada y brillante, que cual sol se perdió bajo el horizonte bañando con su roja sangre el cielo al atardecer.

El cielo, poco a poco, se va vistiendo de luto mientras la brisa corre y se pierde en la inmensidad de la noche. Las estrellas, juguetonas y radiantes, van apareciendo una tras otra, alegrando con su palpitante luz la soledad de la noche. Ellas no están de luto porque saben que el sol no ha muerto, sino que viaja más allá de lo que nuestros ojos pueden ver. Allá, al otro lado del horizonte volverá a nacer, inmenso y ardiente, para no morir jamás.

Carlos baja confiado la ladera. Él no teme a la oscuridad porque lleva la luz por dentro, esa luz que su abuelo le regaló y que otros despreciaron. Él sabe que algún día se reunirá con su abuelo para celebrar juntos el Año Nuevo bajo el eterno sol del más allá.

Roberto Pérez-Franco
1992

La Heroica Villa de Los Santos, noviembre de 1992