La muerte del tamborero

Murió Mecho. Hace dos noches se nos fue el viejo. Lo mató la vida: el sol, el aire, el mar, el amor. Algo hay en la muerte (tal vez la sensación contundente de un hito alcanzado) que nos mueve a reflexionar sobre los que se van. ¡Qué muerte dulce, esa suya! Morir tras haber vivido intensamente. En una casa sencilla, vivía sencillamente. Tenía algún trabajo en alguna parte, pero su vocación era vivir. Preparaba vejigas de puerco para los diablicos sucios del Corpus Christi en La Villa, entrenaba gallos de pelea, y confeccionaba tambores.

Sus manos, curtidas, curtían la piel del venado, dejándola secar al sol, afeitándole el pelambre reacio. Cavaban con el machete el tronco teso, hasta encontrar en el alma del árbol el cuerpo cilíndrico del tambor. Entonces, con soga y cuñas, templaba la membrana sobre la boca hueca hasta el punto exacto de afinación. Barnizada la madera, hirsuto el cinto, parecía el tambor terminado un cañón de paz, el símbolo de un Punto eternizado en la semilla, el gesto del campesino santeño, presto para el trabajo y para la fiesta. Cada uno de sus tambores era una cifra de su autor, era Mecho hecho de palo y cuero.

Se le llama tamborero al que toca, al que alegra al gentío con sus nortes y corridos, a la cabeza de una tuna, en la madrugada de Carnaval. Pero también es tamborero el que fabrica el instrumento años antes, el que concibe, diseña, produce y pone a prueba a cada tambor como a un hijo. El artesano es el primer artista. A Mecho le gustaba la música al punto de decir que quien no gusta de ella está muerto. Ahora que él lo está, seguirá viviendo en el retumbar del tímpano, en el puje y repique, en la febril vibración del venado sobre el tronco.

Tres artes, viejas como el hombre mismo, nos resultan todavía mágicas: curar, enseñar y hacer música. El tambor es posiblemente el instrumento musical más antiguo. Dícese que todas las grandes obras de la música contienen un ritmo que emula el latido del corazón humano, y que por ello apelan a nuestro instinto y nos hacen sentir vivos. El tambor es el vehículo más sencillo del ritmo. Basta uno, junto a una botella de seco, para formar una fiesta bajo la luna estival. ¿En qué cultura, en qué civilización, no ha existido algún tambor característico de dicho pueblo? Detrás de cada uno está el tamborero que lo creó. Sus manos, como las del curandero y las del maestro, encierran un misterio primitivo, una magia primordial, y nos llaman a despertar, a ver el mundo, a vivir.

Mecho, viejo amigo, te has muerto, y no me lo creo. Te velaron con hierba de limón, pan y queso. Te lloraron, te enterraron. Ahora, mientras tu cuerpo se pudre, rezan a Dios el rosario interminable para que perdone tus pecados. ¿Qué pecados, compadre, si tú eras santo? Te santificaron tus manos, por cada tambor que construiste para hacerte eterno. Fuiste todos los hombres, y a la vez fuiste único. Ahora que no estás, ¿quién te reemplazará?

Roberto Pérez-Franco
11/Feb/2006