¡Cuidado con la xenofobia!

He venido notando, desde hace algunos años, cómo se esparce entre la población panameña una opinión venenosa sobre los extranjeros. Como sucede siempre en los años de vacas flacas, se busca un chivo expiatorio: algunos panameños cortos de seso, que acusaban a Mireya Moscoso (presidenta mediocre por demás) de la depresión económica mundial que empezó en el 2000, ahora han enfocado sus ponzoñas en los extranjeros residentes en el país. He percibido una escalada en las manifestaciones abiertas de este mal, en dos eventos aislados pero sintomáticos.

El primero es que hace unos días, estando de visita en mi pueblo, me contaron que una persona de cierta relevancia andaba solicitando el apoyo de los coterráneos para avanzar una solicitud de expulsar a los chinos de la Heroica Villa. La razón era de un rigor lógico tan flaco que habría matado de un infarto a Aristóteles: los chinos están prosperando en los negocios, están sacando los primeros puestos en las escuelas y están ocupando posiciones más importantes en la sociedad. Ergo, hay que expulsarlos. Recibí la noticia de semejante estupidez con una sonrisa de escepticismo al principio y con lamentos cuando me ratificaron que no era una broma.

El segundo, más alarmante, fue un artículo de opinión titulado “Devuelvan el país”, aparecido hoy en el diario panameño La Prensa, de la pluma de una educadora de nombre Alicia Araba. El artículo, aprovecha el tema de la licitación de establecimientos comerciales en el aeropuerto de Tocúmen para acometer contra los extranjeros comerciantes residentes en el Istmo. El párrafo que abre el texto me alarmó profundamente. Cito:

Panamá para los panameños. No podemos permitir que nos sigan arrebatando el país. Usted voltea la mirada y se topa en cada esquina con un floreciente negocio extranjero. Ya va siendo hora de que alguien se atreva a tomar medidas similares a las de un conocido presidente cuando manifestó sus intenciones de expulsar a los asiáticos. No puede ser posible que los extranjeros lleguen a este país con una mano adelante y la otra atrás, y al cabo de unos años se hagan ricos.

Hay verdades que, de tan obvias, suena a perogrullada enunciarlas. Sin embargo, correré ese riesgo, porque no puedo permanecer callado mientras se enarbolan argumentos tales contra mis semejantes. Respeto el derecho de la señora Araba a exponer y defender su opinión. Como yo poseo el mismo derecho, he aquí que lo ejerzo: me parece xenofóbica y peligrosa su aseveración. Es común encontrar opiniones de este tipo entre ciudadanos particulares: las ha habido siempre. Pero desdice mucho del diario La Prensa que publique un artículo de opinión que suelta semejante torpedo a la tolerancia y la convivencia pacífica de los panameños.

Panamá para los panameños, dice. ¿Y quiénes son los panameños? ¿Sólo los que nacieron en esta tierra o también los que llegaron a ella buscando mejor fortuna? Tal vez los partidarios del “Panamá para los panameños”, definen a los “panameños” como los que estaban aquí primero. En ese caso, los únicos auténticos panameños son los indígenas que se establecieron en el Istmo hace miles de años. Y en gratitud a su panameñidad, los arrasamos durante siglos, los esclavizamos a través de la Encomienda de Pedrarias, y luego los matamos de hambre hasta hoy día. En esa misma línea, los españoles y todos sus descendientes somos unos advenedizos y deberíamos irnos a España de vuelta. De donde seguramente nos echarían enseguida, por ser extranjeros.

En mi opinión, panameño es el que ama esta tierra, el que la trabaja y busca su progreso. Si nació aquí o en China no importa: si ama a Panamá y le desea bien, es panameño. Esa es mi opinión. ¿Qué pecado hay en que un chino, español, portugués, árabe, judío, colombiano o persona de bien de cualquier nacionalidad, venga a nuestra patria a ganarse el pan con el sudor de su frente? Y si trabaja duro, y se esfuerza más que los demás, y si su negocio prospera, ¿qué hay de malo en esto? ¿No progresa así Panamá también? En vez de criticar, deberíamos imitar las lecciones buenas, aprender todas las virtudes de los recién llegados, de los que están echando raíces de amor en este suelo, para mejorar nosotros mediante su ejemplo.

Me siento con derecho a hablar de estos temas porque yo nací aquí, igual que mis padres y el resto de mi familia, con dos ilustres excepciones. Mi abuela materna era una dama chilena, que abandonó su tierra por amor a su esposo y que al final de su vida consideró seriamente nacionalizarse panameña. Ella hizo más bien por este país que la mayoría de los nacidos aquí, reforestando y ayudando a los enfermos de cáncer. Y un bisabuelo materno nació en Colombia, fue exilado a Panamá por defender la libertad en su tierra, y sirvió durante décadas en el Istmo como cirujano peregrino, atendiendo a los desamparados, y como diputado en el tiempo en que había honor en esta palabra. Todos los demás nacimos aquí. Aquí crecimos, nos casamos e hicimos nuestras vidas. Somos, en fin, tan panameños como el que más.

Permítaseme un ejemplo. Pocas cosas hay tan panameñas como el Canal. Honrando la verdad, hay que reconocer que el mismo no sería posible sin la inspiración francesa, el ingenio gringo, el sudor chino y el músculo afro-antillano. Y no sería nuestro sin la sangre de los mártires, que bañó esta tierra nuestra para hacerla pacífica, no arisca, abierta al mundo entero. Tomemos la pollera: ¿acaso no es la evolución criolla del traje típico andaluz? Y el baile del congo, y el saracundé de la Villa, ¿no vienen de África? Y la Montezuma Española del Corpus Christi de la Villa, ¿habráse visto una mejor mezcla de zarzuela y altivez criolla? Panamá es crisol de razas, es ramillete de pueblos, es mezcla fina de todos los componentes de América y el mundo. ¿Quién se da golpes de pecho y dice "yo sí soy panameño, y tú no lo eres"?

Se arguye que hay quienes vienen aquí a violar la ley y a dedicarse a actividades ilícitas, evadiendo impuestos, esclavizando a sus congéneres y traficando con drogas. A esto yo respondo: que se les aprisione y se les castigue como indica la ley. Y esto no va en una raza o en una nacionalidad, ¿o es que no hay criminales entre los panameños? Si una persona, estando en Panamá, delinque, que se le castigue como dice la ley, ya sea panameño, chino, colombiano o de cualquier país. Pero a los honestos hay que abrirles las puertas, pues sería un crimen contra la humanidad no hacerlo. Este país recibió a cientos de razas, y por ello es lo que es. ¿Y ahora renegará de su propio pasado?

La articulista insinúa, se diría que cita de soslayo, a Arnulfo Arias. Si alguien quiso alguna vez expulsar del país a una raza, llegando incluso a llamarla “indeseable”, esta persona ha caído en el pecado de la xenofobia. Recomiendo no usar como referente moral, especialmente en opiniones sobre supuestas razas superiores o inferiores, a una persona educada en la Alemania nazi. Quien dice que una raza es indeseable, está loco o poseído por el demonio del odio. Los panameños nos llamamos cristianos: ¿acaso no enseñó Cristo que todos somos hijos de Dios, por igual? Mucho cuidado con creer que, porque alguien tuvo aciertos, entonces todo lo que hizo o dijo es bueno sin excepción. Arnulfo Arias tuvo cosas buenas, pero poco se destacó por su tolerancia hacia negros y chinos. La xenofobia no queda, entonces, justificada, sino más bien reducido el caudillo que pecó al querer implementarla.

Mientras estudié en Cambridge, constaté la enorme diversidad racial de esa ciudad. Blancos, amarillos, rojos, negros, convivían en armonía. Cristianos, musulmanes, judíos, ateos, panteístas y agnósticos, sentados en la misma mesa, compartiendo el pan. En mi universidad, MIT, había profesores judíos enseñando a estudiantes musulmanes, compañeros turcos y griegos departiendo armoniosamente; hindúes y pakistaníes trabajando en equipo. Como un pequeño paraíso del Edén era aquel oasis de conocimiento y tolerancia. A nadie se juzgaba por su raza, orientación sexual, religión, edad o nacionalidad. ¡Qué lejos estamos de alcanzar ese ideal de tolerancia!

Me siento profundamente avergonzado de escuchar en mi propio pueblo, que tanto amo, opiniones tan estúpidas e intolerantes, y aún más de verlas reflejadas luego en un artículo divulgado en miles de ejemplares del diario más importante de mi país: esto es un paso más en la decadencia de seriedad que le ha venido aquejando desde hace años, y que terminará por costarle el puesto de honor que ganó por sus batallas a favor de la dignidad humana en tiempos de la dictadura. En nombre de los panameños de bien, de los tolerantes, de los de mente abierta, les digo a los panameños que no nacieron en Panamá, y que viven entre nosotros con la etiqueta de “extranjeros”: ¡perdonen la intolerancia de esos pocos que no entienden el gran sacrificio que han hecho los extranjeros, a la par de los nacionales, por avanzar a este país! Por mi parte, me considero ciudadano del mundo, y hermano de todas las personas. Sean bienvenidos en mi país y en mi casa todos los que vienen, con buen corazón, a trabajar por un mejor futuro.

Roberto Pérez-Franco
29/Oct/2005