Tome nota, Secretario

Quince años atrás, Terri Schiavo sufrió una falla cardíaca que le produjo daño cerebral severo y la llevó a un estado vegetativo persistente. Tras contemplarla siete años en ese estado, su esposo quiso permitirle morir dignamente y solicitó la remoción del tubo que la alimentaba manteniéndola con vida. Los padres de ella se opusieron, iniciando una lucha legal que ha durado ocho años y ha recorrido todos los niveles legales de Estados Unidos, incluyendo la Corte Suprema. El día viernes 18 de marzo, finalmente, el tubo fue removido para permitirle a Terri morir en paz. No es la primera vez: ya otras dos veces en el pasado se ha removido dicho tubo. Posiblemente tampoco sea la última, pues los padres consiguieron pasar una ley sin precedentes, que fue rápidamente sancionada por el Presidente, para que el tubo de marras se reinserte, a lo que se ha negado el juez encargado. La lucha, como una pesadilla kafkiana, continúa en estos momentos.

Esta controversia se ha convertido en un caso simbólico, una abierta lucha campal entre activistas de ambos bandos en el tema del derecho a morir con dignidad. En mi opinión, el punto álgido del cual deben partir estas discusiones son las definiciones que cada quién tiene de vida y muerte. El esposo de Terri ve en la muerte de su esposa una posibilidad para liberar finalmente a un ser amado, tras quince años de cautiverio. Él afirma que su esposa había manifestado oralmente que no desearía vivir en condiciones semejantes. Los padres de Terri, por el contrario, a pesar de ser Católicos Romanos, visualizan la muerte como algo que hay que evitar a toda costa e insisten en considerar la trágica condición de su hija como una vida aceptable. ¿Acaso Jesús temía a la muerte, acaso no nos enseñó a enfrentar la vida y la muerte sin miedo, entregándonos a Dios cuando nos llega el momento de morir?

Los avances de la medicina permiten la preservación con vida, cada vez por más tiempo, de cuerpos que de otra forma hubiesen muerto naturalmente. Pero una persona humana es mucho más que un cuerpo, y la vida orgánica del cuerpo no implica la persistencia de la persona. Por ello, hay que usar el buen juicio para decidir cuándo se justifica emplear las herramientas de la medicina y cuándo es mejor por el bien de la persona amada el no usarlas. En el caso de Terri, el cuerpo permaneció postrado por quince años, mientras que la persona - su conciencia – no podía manifestarse ya a través de un cerebro dañado permanentemente.

Una de las herramientas más útiles en las decisiones de ética es el uso de ejemplos. Yo invitaría a sus padres, que son quienes encabezan el movimiento para conservarla con vida, a que consideren el siguiente ejemplo. Supongamos que Terri sigue sostenida en vida por una máquina por veinte años más. En ese momento en el futuro, se descubre una píldora que permite a los seres humanos vivir hasta los trescientos años de edad. Esto significaría, para Terri, que si se le da la píldora - a través del tubo que la alimenta - ella podría sobrevivir doscientos cincuenta años más. ¿Qué decidirían los padres? Tienen dos opciones: decidir darle la píldora y prolongar su prostración en cama otros dos siglos y medio, o por el contrario dejarla morir en paz cuando le llegue el momento. Haría falta mucha insensatez para escoger la píldora en el caso de Terri. Entonces vale la pena preguntarse, ¿no es semejante a esta píldora el forzar la sobrevivencia de un cuerpo cuyo cerebro no piensa y cuya conciencia se desconectó hace tiempo de esta realidad?

Si Terri Schiavo hubiese dejado por escrito su voluntad, el problema se habría resuelto de inmediato. Reflexionar sobre este punto nos hace comprender que es una decisión saludable plasmar la voluntad propia por anticipado para un caso desafortunado como este. Aunque mis padres y mi esposa conocen desde hace años mi posición al respecto, aquí la plasmo por escrito y públicamente para que no quede duda alguna: déjenme morir en paz. La subsistencia del cuerpo sin una conciencia que se manifieste claramente a través de él no entra en mi definición de vida digna. Y la muerte no es algo que me espante: prefiero una muerte liberadora (puerta de entrada al siguiente estadío de nuestro crecimiento espiritual) en lugar de una vida sin entendimiento o llena de sufrimiento estéril, donde no hay esperanzas de recuperación. Que conste en el acta.

Este artículo fue publicado en la sección "Perspectiva" del diario panameño La Prensa, el 24 de marzo de 2005.

Roberto Pérez-Franco
22/Mar/2005