Chiqui
Yo tengo un amigo, a quien quiero como a un hermano. Estrechos lazos unen a su hogar con el mío. Su madre es un alma buena. Su padre es mi amigo y uno de los mejores profesores que he tenido jamás, y me quiere casi como a un hijo. Yo lo quiero casi como a un padre.
Mi amigo se llama Rubén Darío, pero le decimos Chiqui para distinguirlo del papá. ¡Es un muchacho genial! Cada día hace algo interesante, distinto. Parece tener mil aficiones y una energía sin fin. Lo conocí cuando su padre me entrenaba para las Olimpíadas de Física. Chiqui jugaba con mi calculadora, y miraba todas las figuras y problemas de los libros, con interés y vivacidad.
Conocí su talento años después, cuando me prestó algunos cuentos que él estaba escribiendo, sobre las aventuras submarinas de un equipo de exploradores. Tendría unos trece o catorce años. Meses después me mostró unos dibujos que había hecho a lápiz. Tenían trazos fuertes, intrépidos. En otra ocasión pude oírlo tocar su guitarra eléctrica. Aprendiendo piezas de oído, desde Vivaldi hasta Santana, se había hecho un repertorio de lo más variado.
Hace dos años me dijeron que tenía cáncer. Tendría quince años. Desde entonces, apoyado en las dos columnas inamovibles en las cuales se convirtieron sus padres, luchó por su vida como un hombre, como un valiente. Sólo Dios pudo haber sostenido a esa familia durante estos dos años de angustia. Nunca se rindieron. La última vez que lo vi, estaba agotado, flaco y pálido, con los labios resecos pero sonrientes. Su guitarra eléctrica yacía muda al lado de su cama.
Hoy murió.
Yo tengo un amigo. Mientras camino por la vida, no sé a ciencia cierta dónde estoy ni hacia dónde voy. Sin embargo, sé dónde está mi amigo ahora. El poeta Friedrich Schiller, en su obra Wilhelm Tell, nos da una bella metáfora sobre la confianza en el amor paterno. El pequeño Walt, hijo del ballestero prodigioso, es condenado por un gobernante déspota a colocarse una manzana en la cabeza a cien yardas de distancia, como blanco para una flecha de su padre. La familia y los presentes ruegan al tirano perdonar la vida del inocente; el padre llega a suplicar su propia muerte a cambio de la vida de su hijo. Sólo el niño, impávido, valiente, anima al padre y desafía al que lo ha condenado: "Dígame, ¿dónde me pararé? Yo no temo." Y agrega: "¿Creéis que temo a una flecha lanzada por la mano de mi padre? ¡No yo!" Va corriendo hasta el árbol lejano, y colocándose la manzana en la cabeza, grita: "¡Dispara, padre, dispara! ¡No temas!" Y espera el tiro con los ojos abiertos, parado firmemente. Tras un minuto de angustia, el padre tembloroso lanza una flecha en un tiro imposible, atravesando el corazón de la manzana. El niño, estoico en la victoria como lo fue en la prueba, regresa corriendo hasta donde su padre yace de rodillas, y con una sonrisa en los labios le entrega la manzana, diciéndole: "¡Aquí está la manzana, padre! Bien sabía yo que tú no dañarías a tu niño."
¿Quién puede entender el misterio de la vida? Ese abismo infinito que amanece en el amor y anochece en la muerte hacia un día eterno... El hijo amoroso confía en la mano de su Padre, y espera el tiro con los ojos abiertos. Sólo a aquel que ya ha atravesado la vida, le es develado su significado, enigma último del hombre desde el inicio de los siglos. Al otro lado, a la Luz, se descifra el objetivo de la prueba, y se devela el porqué de la manzana en la cabeza y de la flecha que vuela presurosa.
Yo tengo un amigo. Él está ahora, sonriente, abrazando a nuestro Padre, entregándole su cuerpo atravesado por la flecha de la enfermedad, y diciéndole feliz: "¡Aquí está mi cuerpo, padre! Bien sabía yo que tú no dañarías a tu niño." La prueba ha terminado.
Roberto Pérez-Franco
06/Nov/2001