Vivir sin temor

La infancia termina cuando sabes que morirás. Hace poco lo escuché en una película (El Cuervo, donde Brandon Lee murió por un disparo accidental durante la filmación), y me parece poético: cierto y bello al mismo tiempo. Recuerdo como hoy la noche en que comprendí que yo y mi familia éramos mortales. Algún día mi padre, mi madre y mi hermana morirían, y yo también. Abuelos, tíos, primos: todos. No me importó cuánto tiempo habría entre la hora de esa revelación y la hora final. Me importó la inevitabilidad del hecho. Sin excepción, sin escapatoria, todos moriremos, me dije. Rumié la idea durante horas; con el tiempo dejé de llorar y me dormí. Amanecí a mi adolescencia.

Aceptar mi mortalidad y la de aquellos que tanto amo ha sido uno de los grandes logros de mi maduración. Hoy la promesa de la muerte me resulta natural, y la abrazo igual que abrazo la vida que he recibido hasta ahora. Esporádicamente me acomete el vértigo de la muerte inevitable de alguno de mis seres queridos o de mí mismo: la misma sensación de desamparo que experimenté el día que terminó mi niñez, me levanta en vilo y me arranca un suspiro o una oración pidiendo sabiduría.

La estoicidad de mis abuelos ante la inminencia de sus propias muertes me fortaleció. Mi abuela Mam, por ejemplo, me respondió que no temía a la muerte, dos meses antes de encontrarla.

Sin embargo, la diferencia definitiva entre aquel niño temeroso y el hombre de hoy tiene raíz en la visión del universo que he desarrollado, en la cual el alma es una chispa eterna del fuego divino, y la vida es una escuela totalmente segura.

Hoy no temo a la muerte. Y eso ha cambiado mi vida, para siempre.

Roberto Pérez-Franco
22/Oct/2001