La procesión del silencio

A mi padre

Ayer era un niño y caminaba de la mano de mi padre, junto a mi abuelo y una multitud de otros hombres, la «procesión del silencio», la «procesión de los hombres». El rumor de nuestros pasos sobre el asfalto y el repicar esporádico del tambor romano eran los únicos sonidos en la noche. Callábamos y marchábamos. Frente a nosotros, con los ojos vendados, las manos atadas y la frente sangrante, iba la imagen de Jesús, el Cristo. Tieso, vestido de púrpura y dorado, rodeado de flores, con el gesto eterno de agonía petrificado en su estoico rostro de yeso, también él callaba. Yo no entendía entonces el porqué de ese silencio. Solo seguía marchando.

Hace dos milenios nos escogiste entre todos los hombres. Nos enseñaste en el monte que tu camino es la verdad de la vida. Estaba muerto y me resucitaste. Estaba enfermo y me curaste. Estaba ciego y abriste mis ojos. Viniste hasta mí caminando sobre el mar de mis lágrimas, calmaste la tormenta de mi espíritu, y con tu voz sacaste a mi corazón de su tumba. Durante tres años caminamos tras de ti, aunque tal vez no contigo, hasta que llegó aquella noche en que nos pediste que veláramos, Señor, una hora solamente. Pero nos hallaste dormidos. «El espíritu está presto —nos dijiste—, pero la carne es débil». Nosotros callamos, porque sabíamos, en la íntima vergüenza de nuestro pecho, que nuestro espíritu no estaba aún presto para enfrentar como hombres esta hora amarga. Por miedo te traicionamos, Señor, aunque juramos defenderte; por miedo te negamos tres veces antes del canto del gallo. Y preferimos salvar a Barrabás antes que a ti, te acusamos falsamente y te crucificamos entre ladrones.

Hoy soy un hombre y camino esta noche, Jueves Santo, bajo las estrellas y la luna llena que nos miran, desde el infinito enlutado, en silencio. Camino al lado de mi padre; ya mi abuelo partió hacia tu gloria. La angostura de las calles de la Heroica Villa, las tejas enmohecidas, los labios sellados y los ojos piadosos de las mujeres son los únicos testigos de nuestra marcha penosa. Delante de nosotros va en silencio, bamboleándose sobre el anda de madera, la imagen del Cristo. Marchamos tras de ti esta noche, veinte siglos después de nuestra traición. Una era ha pasado, Señor, y aún marchamos, para expiar el pecado de nuestra cobardía de aquella noche, el pecado original de los hombres.

Perdónanos, Señor, pues aún hoy pecamos contra ti. Porque sobre esta piedra levantamos tu iglesia, pero manchada de sangre, con tronco hueco y mil ramas torcidas. Porque aún dormimos mientras tú velas y ruegas por nosotros. Porque no entendimos tu mensaje santo, ni llevamos a la acción la letra. Porque por treinta monedas te vendemos cada día. Porque nuestra carne sigue siendo débil, y nuestro espíritu aún no está presto. Porque seguimos sacando nuestra espada y cortando la oreja del inocente, sin poner la otra mejilla, sin amarlo como a nosotros mismos. Porque esta misma madrugada te negamos mil veces antes del canto del primer gallo. Porque esta misma tarde te crucificamos otra vez entre ladrones. Porque tu voz sigue siendo semilla que cae sobre la piedra de nuestros corazones, entre las espinas de nuestro egoísmo, y se ahoga sin dar frutos.

Perdónanos, Señor, pues aún hoy te traicionamos. Porque hoy te vemos hambriento en cada semáforo, al otro lado de la ventana, con tu mano abierta extendida hacia nosotros, rogando por comida, y te ignoramos. Porque hoy te encontramos enfermo, echado en la puerta del templo, vestido como mendigo, y no nos mueve tu dolor. Porque infinitas veces has vuelto, como lo prometiste, en la forma de un niño o una niña, pero te dejamos morir de hambre, de frío, de enfermedades curables, bajo las estúpidas bombas inteligentes, sin agua, sin padre, sin escuela, sin derechos. No te reconocemos...

Mañana seré un anciano y caminaré nuevamente en silencio. Tal vez mi padre ya no estará conmigo, y andaré con paso vacilante aferrado a la mano firme de mi hijo. O tal vez seré yo quien no esté más en este mundo. De cualquier forma, en cuerpo o en espíritu, todos caminaremos juntos. Y nuestra madre, esposa y hermana nos mirarán callando desde la acera, con ojos piadosos, sabiendo que caminamos por la expiación de nuestro pecado infinito, que empezó hace dos mil años, que no ha terminado aún y que no podremos purgar aunque caminemos contigo este vía crucis, como hombres y en silencio, hasta el límite de la tierra, hasta el final del tiempo.

Roberto Pérez-Franco
12/Abr/2001

Nota: Este artículo, que sirvió de base para un ensayo homónimo, fue escrito originalmente en 2001 y retocado en los años subsiguientes hasta el 2006. La mención de las "bombas inteligentes" se insertó en 2003 por el inicio de la guerra en Irak. Apareció publicado en papel por primera vez, en una versión abreviada por limitaciones de espacio, en el diario El Panamá América, el Jueves Santo (13 de abril) de 2006.