Luz de norte

Mi abuela murió mirando hacia el norte. Los espejos de sus ojos permanecieron abiertos, negándose a cerrar los párpados secos, con las pupilas clavadas en la ventana abierta, como intentando captar la última luz que verían en esta vida. Imagino que sus oídos estarían también alerta, saboreando los compases de la música que a propósito le habíamos puesto en el aparato de sonido. Escogí para ella lo mejor que tenía a mano en casa de mi tía, seleccionando entre esa música que ella me enseñó a amar. Grieg. Sibelius. Dvorak. Tchaikovsky.

Hubiese querido tener a mano la Sinfonía del Nuevo Mundo, su gran favorita. La tenía en mi casa, pero no tuve fuerzas para ir a buscarla. Temí encontrar a mi abuela muerta cuando volviese. Pude haberla buscado antes, pero me faltó valor. Temí que, estando viva y conciente, sufriría al escuchar la música que tanto amaba.

Valor también me faltó para leerle el poema que escribí para la muerte. Para su muerte. Para mi muerte. Ya me lo reprocharía Toño Flash: "A ella le hubiese encantado. Debiste habérselo leído." Pero no es tan fácil.

El cuarto, nostálgico, estaba lleno de música. Durante las últimas horas de vida de mi abuela, los arpegios suaves invadieron la estancia. Me pregunto si ella escuchó la música. Me pregunto si yo sentí la música. Tal vez ella la escuchó a través de mis oídos. Tal vez yo la sentí a través de su corazón.

Recuerdo la luz hiriente de la ventana, luz de norte, que ella absorbía sedienta. Su respiración apagada, angustiada. Su mirada perdida en el norte luminoso. Sus orejas pálidas, ¿escuchando? No tuve fuerzas para flaquear.

Roberto Pérez-Franco
06/Ene/1999